
¿Cómo resumir una jornada verdaderamente atípica? Veamos. Andaba yo descojonado, jodido vivo, intentando escapar a la Rueda del Karma, cuando apareció en mi ayuda el filosofo de la ciencia norteamericano
Daniel C. Dennet. "La ciencia me dijo Dennet- sí que posee un punto de vista privilegiado en el camino hacia la verdad; no hagas caso de esas visiones deconstructivistas que plantean lo contrario". Esto me dijo Dennet (eso sí, no sé muy bien si en la pantalla helada del ordenador o en una pesadilla causada por la mala digestión de cierta macedonia de alucinógenos), y también me explicó que bastaba con pulsar la tecla correcta (todo se basaba en un juego computacional) para obtener, efectivamente, la respuesta correcta. Y es que andaba yo descojonado, jodido vivo, y en ese momento trataba de identificar una sensación no por conocida menos desagradable, una extraña mezcla de astenia primaveral e inflamación de huevos que me recordaba ligeramente los mejores días de mi adolescencia. De pronto, tuve como una iluminación, y pensé por un momento que me hallaba ante la clave esperada, desnuda ante mí como una Venus de la sabiduría. ¡Inercia grité de repente-, se trata de inercia!, y Daniel C. Dennet me aconsejó entonces que leyera a
Isaac Newton (cuestión que, por cierto, no se me había pasado por la cabeza) y que intentara, de paso, pulsar la tecla correcta para obtener la respuesta correcta. Como todo el mundo sabe (yo, hasta ese momento, no lo sabía) la Ley de la Inercia explica que todo cuerpo permanece en su estado actual de movimiento, con velocidad uniforme o de reposo, a menos que sobre él actúe una fuerza externa neta o no equilibrada, donde la fuerza neta de la que hablamos sería la suma vectorial de todas las fuerzas que puedan actuar separadamente sobre el cuerpo. Esto explicaría, por ejemplo, que resulte tan peligroso para los astronautas, en el espacio, separarse de la nave sin un cordón que los una a ella, ya que si chocan con algo y salen impulsados, como no actúa ninguna fuerza sobre ellos, seguirán desplazándose uniformemente y separándose de la nave sin posibilidad de volver a ella (a no ser que como bien informaba mi enciclopedia- tuvieran en ese momento un pequeño impulsor a mano). Aunque, claro pensé- yo no soy, ni pienso ser en el futuro, un astronauta, por lo que empecé a poner en duda la utilidad de las enseñanzas de Newton, al menos aplicadas a mi caso, y comenzó a poseerme la terrible sensación de que nunca encontraría la tecla correcta que me permitiera obtener la respuesta correcta. Aun así, la palabra que continuaba golpeando en mi cerebro era "inercia", aunque también, en otros momentos, se alternaba con la palabra "exceso", y entonces el ritmo del golpeo, en una tríada peripatética y confusa, podía resumirse como una suma de probabilidades "exceso", "inercia", "exceso", o bien "inercia", "exceso", "inercia". Si Schopenhauer pensé- había abandonado el concepto de "razón" por esa idea, velada y animal, de "voluntad", es que todo, no obstante, podía ser mucho peor que hasta ahora. Y fue entonces, y sólo entonces, cuando me limité a dejarme caer, ya vencido, en el centro de una habitación destartalada (ya dije que nunca supe bien si estaba ante la pantalla del ordenador o en una pesadilla producida por una compota de alucinógenos), convencido de que todo estaba perdido, ¡TODO ESTABA PERDIDO!, y que resultaba más aconsejable enchufar el aparato de televisión que perder el tiempo y la salud intentando encontrar la tecla correcta de la respuesta correcta, etc., etc., en los libros polvorientos de la filosofía de la ciencia. Cuando finalmente logré incorporarme, y me senté en el centro de la habitación en una postura desconocida que no me resultó del todo incómoda, apareció mi hijo pequeño, pringado hasta las cejas, moqueando como un mono, y con esa cara de loco que, en opinión de su madre, le hace tan gracioso. Mi hijo me miró inquisitivo y se dirigió a mí en su lenguaje enigmático: "zazen, papá, zazen" dijo el enano-, pero yo no entendía a qué diablos se estaba refiriendo. Sólo cuando se sentó como yo, imitando mi extraña posición, y cerró los ojos como un monstruo invidente, comprendí por fin el mensaje de aquel pequeño sabio. "Zazen", es decir, "sentarse", la postura física del Zen de recogimiento total para la transformación espiritual de la vida. Lo que mi hijo me estaba indicando era que yo necesitaba cambiar de estado, de postura y de criterio para enfrentar la vida. Nada de movimiento o reposo en su sentido habitual, sino más bien un estado nuevo, "vacío" o "nada", de contemplación y meditación, para acabar con aquel maldito estado de "inercia". Como Siddharta Gautama, abandonar la Rueda del Karma: el dolor, y el fin de la carne cansada más el sufrimiento de quien habita esa carne. En aquel mismo instante, por la única puerta de acceso a la habitación que ahora ocupábamos mi hijo y yo, aparecieron tres monjes budistas, o tres figuras que me parecieron, a primera vista, la representación de tres monjes budistas. El primero, sin embargo, tenía un terrible parecido con
Julio Cortázar y, cuando por fin se detuvo ante mis ojos se presentó, para mi sorpresa, como Julio Cortázar: "Acabo siempre me dijo- aludiendo al centro, sin la menor garantía de saber lo que digo; cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretenden ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro". El segundo monje (y esto ya me dejó estupefacto) era mi admirado
Ludwig Wittgenstein, quien se sentó a mi lado no sin antes limpiar los mocos, en un gesto imperceptible, de mi pequeño monstruo. Ludwig también se dirigió a mí en estos términos: "Sé que este mundo existe. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que este sentido no radica en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo dependen, por tanto, de algún modo del sentido de la vida". Ya sin habla, esperé a que el tercer monje se acercara a mí, imaginando que se trataría, para cerrar esta nueva tríada maravillosa, de
Daisetz Teitaro Suzuki, o de
Kadowaki Kakichi; pero cuál no sería mi sorpresa al descubrir que, el tercer monje, no era sino mi propia mujer que se había pelado al cero y que escondía sus curvas en una hermosa capa de tonos anaranjados. Mi mujer, o aquella novedosa representación de mi mujer, se acercó en silenció portando una enorme carpeta donde se apretujaban, a duras penas, montones de papeles arrugados. Al llegar hasta mí, con mucha delicadeza, puso la carpeta entre mis manos, y se alejó en silencio como había llegado, con su cráneo pelado al cero, su hermosa capa naranja y sus curvas delicadas. Toda la magia del momento se vino abajo, puesto que allí, reunidas sin orden ni concierto, estaban las fuerzas de las que hablaba Newton, esas fuerzas que actúan separada o conjuntamente sobre un cuerpo y que hacen que el astronauta, una vez se produce el choque y sale impulsado, no pueda regresar jamás a la nave. Los extractos de la Caixa, los recibos de la nueva plaza de garaje, los folletos para las vacaciones de verano, la tarifa de la profesora privada de la niña, el precio del Campus de deporte del niño, el chiste de turno de Telefónica, el temario de las oposiciones a funcionario del Ayuntamiento de Madrid, el recibo de la comunidad, la factura del dentista, la factura del taller mecánico, la foto de mi jefe, en pelotas, en una playa nudista, la relación de compromisos con la familia, etc., etc. Llegados a este punto, ya hacía rato que el cabrón de mi hijo me miraba con esa mirada que tanto me recuerda a Jack Nicholson en
El resplandor. Mi hijo me miraba, sí, y cuando yo le di la espalda abandonando la habitación, ya derrotado, decidió unir en un sonido a su propio padre, a su eterna mancha de chocolate, y a su mala leche, aunando elementos aparentemente dispares, balbuceando pre-lingüisticamente y despistando a los científicos, para despedirse de mí no sin antes dejar claro cuál será mi movimiento o mi reposo, qué "exceso", qué inflamación de huevos o qué "inercia" me espera en el futuro. Mi hijo abrió la boca y salieron truenos y lluvia de sapos y el fuego del dragón y el eructo de todos los hombres y de todos los tiempos. "Zen imposible, papá sentenció el enano-, Zen imposible".
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Cayetano -